Monday, November 21, 2016

LAS ULTIMAS COSAS: LOS NOVISIMOS O POSTRIMERIAS DEL HOMBRE - PARTE 14 DE 16

LAS ULTIMAS COSAS:
LOS NOVISIMOS O POSTRIMERIAS DEL HOMBRE

EL CIELO
Hay que distinguir la gloria accidental del Cielo de la gloria esencial.

Y en la gloria accidental, hay que establecer un subdivisión: primero la gloria accidental del cuerpo, y luego la gloria accidental del alma.

LA GLORIA ACCIDENTAL DEL CUERPO
 
La gloria del cuerpo no será más que una consecuencia, una redundancia de la gloria del alma.

En la persona humana, lo principal es el alma; el cuerpo es una cosa completamente secundaria. El alma puede vivir, y vive perfectamente, sin el cuerpo; el cuerpo, en cambio, no puede vivir sin el alma.

El alma bienaventurada, incandescente de gloria por la visión beatífica de que goza ya actualmente, en el momento de ponerse en contacto con su cuerpo al producirse el hecho colosal de la resurrección de la carne, le comunicará ipso facto su propia bienaventuranza, según el grado de gloria que Dios le comunique.
 
El cuerpo glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas: claridad, agilidad, sutileza e impasibilidad.

En primer lugar la claridad. Los cuerpos gloriosos serán resplandecientes de luz.
 
El cuerpo humano, aún acá en la tierra, es una verdadera obra de arte. Pues, ¿qué será el cuerpo espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz, mucho más resplandeciente que la del sol?
 
La segunda cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad. Ello quiere decir que los bienaventurados podrán trasladarse corporalmente a distancias remotísimas casi instantáneamente.

Casi, porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo movimiento, por rapidísimo que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes: el de abandonar el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de llegar efectivamente al término. Y eso no puede hacerse de ninguna manera en un solo instante, filosóficamente considerado; tiene que transcurrir algún tiempo, aunque sea absolutamente imperceptible.
 
Pero ese tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la velocidad del pensamiento.

En el Cielo, el cuerpo acompañará al pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse, por remotísimo que esté.
 
La tercera cualidad es la impasibilidad. Eso significa que el cuerpo glorificado es absolutamente invulnerable al dolor y al sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones. No le afecta ni puede afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable.

Las enfermedades no pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no está preparado para padecer, es absolutamente invulnerable al dolor.
 
No es que sea insensible en absoluto. Al contrario, es sensibilísimo y está maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites inefables, intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor.
 
La cuarta cualidad es la sutileza. Dice el apóstol San Pablo que “el cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual” (I Cor 15, 44). No quiere decir que se transformará en espíritu; seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado: totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le ofrezca la menor resistencia.

Santo Tomás de Aquino piensa que la sutileza es el dominio total y absoluto del alma sobre el cuerpo, de tal manera, que lo tendrá totalmente sometido a sus órdenes.
 
Es cierto, dice el Doctor Angélico, que los bienaventurados podrán atravesar los cuerpos; pero eso será, no en virtud de la sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de tipo milagroso, que estará totalmente a disposición de ellos.
 
De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido en un océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto constituye la gloria accidental del cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del Cielo.
 
Mil veces por encima de la gloria del cuerpo está la gloria del alma. El alma vale mucho más que el cuerpo.
 
¡La gloria del alma! Vayamos por partes, de menor a mayor.

LA GLORIA ACCIDENTAL DEL ALMA 
 
Empecemos por los goces de la amistad. En el Cielo se reanudará para siempre aquella amistad interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a abrazarse para no separarse jamás.
 
La amistad es una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima de ella están los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¡Qué abrazo nos daremos en el Cielo! ¡La familia reconstruida para siempre! Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!
 
Pero quizá a alguno de vosotros se le ocurra preguntar: ¿y si al llegar al Cielo nos encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para toda la eternidad?
 
Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola contestación: en el Cielo cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los planes de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En este mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el Cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas formas.
 
Por encima de los goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma alegrías inefables con la amistad y trato con los Santos.
 
Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de bondad, de belleza, de amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el que se concentra la plenitud total del Ser. Y, en consecuencia lógica, aquellos seres, aquellas criaturas que estarán más cerca de Dios contribuirán a nuestra felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia familia.
 
De manera que el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de Dios– nos producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su mayor devoción e imagine el gozo que experimentará al contemplarles resplandecientes de luz en el Cielo y entablar amistad íntima con ellos.

Pero más todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada nuestra alma con la contemplación de los Ángeles de Dios, criatura bellísimas, resplandecientes de luz y de gloria.
 
La contemplación del mundo angélico, con toda su infinita variedad, será un espectáculo grandioso.
 
Mil veces por encima de los ángeles, la contemplación de la que es Reina y Soberana de todos ellos nos embriagará de una felicidad inefable.
 
¡Qué será cuando la veamos personalmente a Ella misma “vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” como la vio el vidente del Apocalipsis! Nos vamos a volver locos de alegría cuando caigamos a sus pies y besemos sus plantas virginales y nos atraiga hacia Sí para darnos el abrazo de Madre y sintamos su Corazón Inmaculado latiendo junto al nuestro para toda la eternidad.
 
Pero ¿quién podrá describir lo que experimentaremos cuando nos encontremos en presencia de Nuestro Señor Jesucristo, cuando veamos cara a cara al Redentor del mundo, con los cinco luceros de sus llagas en sus manos, en sus pies y en su divino Corazón?
 
El gozo que experimentaremos entonces es absolutamente indescriptible.

LA GLORIA ESENCIAL
 
Lo que constituye la gloria esencial del Cielo es lo que llamamos la visión beatífica, o sea, la contemplación facial, cara a cara, de la esencia misma de Dios.
 
Dios está en todas partes, en todo cuanto existe, en todos los seres y lugares de la creación, por esencia, presencia y potencia.

Dios lo llena todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de nuestros ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo.
 
Para ver a Dios hace falta una luz especial, especialísima, que recibe en teología el nombre de lumen gloriae: la luz de la gloria.
 
Lumen gloriae no es otra cosa que un hábito intelectivo sobrenatural que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que pueda ponerse en contacto directo con la divinidad, con la esencia misma de Dios, haciendo posible la visión beatífica de la misma.
 
Si Dios encendiese ahora mismo en nuestro entendimiento ese resplandor de la gloria, lumen gloriae, aquí mismo contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en el acto de la visión beatífica, porque Dios está en todas partes, y si ahora no le vemos es porque nos falta ese lumen gloriae, sencillamente porque está apagada la luz.

¿Y qué veremos cuando se encienda en nuestro entendimiento lumen gloriae al entrar en el Cielo? Es imposible describirlo. El apóstol San Pablo, en un éxtasis inefable, fue arrebatado hasta el Cielo y contempló la divina esencia por una comunicación transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico. Y cuando volvió en sí, o sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir absolutamente nada (II Cor., XII, 4) porque: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman” (I Cor., II, 9).
 
San Agustín, y detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial del Cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.
 
La visión ante todo. Contemplaremos cara a cara a Dios.
 
Y en Él contemplaremos todo lo que existe en el mundo: la creación universal entera, con la infinita variedad de mundos y de seres posibles que Dios podría llamar a la existencia sacándoles de la nada.
 
No los veremos todos en absoluto o de una manera exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento creado ni en el Cielo siquiera puede abarcar a Dios.
 
Y ese espectáculo fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin que se produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante de la visión.
 
El segundo elemento de la gloria esencial del Cielo es el amor. Amaremos a Dios con toda nuestra alma, más que a nosotros mismos.
 
Solamente en el Cielo cumpliremos en toda su extensión el primer mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada Escritura de la siguiente forma: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas”.
 
Solamente en el Cielo cumpliremos este primer mandamiento con toda perfección y, en su cumplimiento, encontraremos la felicidad plena y saciativa de nuestro corazón.
En tercer lugar, en el Cielo gozaremos de Dios. Nos hundiremos en el piélago (lo que por su abundancia es difícil de contar) insondable de la divinidad con deleites inefables, imposibles de describir.
 
Todo cuanto puede apetecer y llenar el corazón humano, pero en grado infinito.
 
Es imposible imaginarse la felicidad de la gloria. "El Cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha" (CEC 1024). Será la culminación de todos los bienes mesiánicos, de los que dice San Pablo que "ni el ojo vió, ni el oído escuchó, ni en cabeza humana cabe el pensar lo que Dios tiene preparado para los que le aman" (1Corintios 2,9). 
 
Entrevista en el cielo a San Pablo
eress...TU

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