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EL INFIERNO PARTE 2
PENA DE DAÑO
Lo principal del Infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para toda la eternidad. Eso es lo fundamental del Infierno.
La pena de daño del infierno consiste en la privación eterna de la visión beatífica y de todos los bienes que de ella se siguen. (De fe divina expresamente definida.)
Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. En Él está concentrado todo cuanto hay de verdad, bondad, belleza… y de felicidad inenarrable.
El Infierno es perder ese océano de felicidad inenarrable para siempre, para siempre, para toda la eternidad.
Esto es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño.
Consiste en la privación. Empleamos esta palabra en su pleno sentido filosófico. No se trata, en efecto, de una mera carencia de algo indebido al hombre, sino de una verdadera privación de algo que, con la gracia de Dios, hubiera podido alcanzar. Y así, por ejemplo, en el orden puramente natural, no es ninguna desgracia que el hombre no tenga alas para volar (simple carencia, de algo que la naturaleza humana no exige), pero sí lo es carecer de ojos para ver (privación de algo que el hombre debiera tener).
La pena de daño es objetivamente la misma para todos los condenados; pero admite, sin embargo, diferentes grados de apreciación subjetiva. (Sentencia común en teología.)
Considerada en sí misma, la pena de daño es la misma para todos los condenados, ya que es igualmente para todos la privación total y definitiva del Bien supremo.
Pero, desde el punto de vista de la aflicción que reporta a los condenados, difiere según el grado de culpabilidad de cada uno de ellos. Cuanto más culpables fueron, tanto más fuertemente son torturados por ella, porque han caído tanto más profundamente en ese tenebroso y terrible abismo del alma y sienten con mayor intensidad el vacío infinito causado por el alejamiento de Dios.
Cuanto más ha pecado un condenado, más se ha alejado de Dios. La pena de daño tiene por finalidad precisamente castigar el pecado en cuanto que por él el pecador se ha alejado de Dios. El condenado siente, pues, en proporción a sus pecados, el peso de la maldición de Dios, que se aleja a su vez de él y le rechaza de su presencia.
El condenado sufrirá tanto más cuanto tendrá una más grande capacidad y una mayor necesidad de gozar. Las gracias recibidas y despreciadas han aumentado en él esta aptitud y esta necesidad en proporción a su número.
Cada gracia, en efecto, fue un llamamiento de Dios, una invitación a conocerle y amarle mejor. Fue, al mismo tiempo, una luz y un medio para llegar a ese grado de conocimiento y de amor fijado por Dios. Por consiguiente, esa gracia creó en el alma una más grande disposición para este conocimiento y amor, y, por una consecuencia natural, una más grande necesidad de conocer y de amar a Dios. Luego a tantas gracias como el pecador haya rechazado corresponden otros tantos grados inalcanzados de aptitud y de necesidad de amar y de poseer a Dios. Cada gracia despreciada ha cavado más hondamente el abismo eterno en el que el alma se ha hundido.
Los más culpables son, pues, más aptos para sentir la privación del Bien supremo; así como en el Cielo, los más santos entre los elegidos son más aptos para gozar de la presencia y de la posesión de Dios. La gracia de la que se han aprovechado los santos y ha producido en ellos sus frutos, ha aumentado su semejanza con el divino ejemplar. Esta mayor o menor perfección en la conformidad con él es lo que les hace más o menos capaces de gozar de la divina esencia. Del mismo modo, el desprecio de las gracias y los pecados acumulados han aumentado en los condenados su grado de desemejanza con la infinita pureza y santidad de Dios. Y esta mayor o menor oposición al Bien supremo es lo que les hace sentir en mayor o menor grado su privación y diferencia en ellos la pena de daño.
Dios es la esencia misma de la bondad y de la felicidad substancial. La desgracia de su privación se mide, pues, por el grado de oposición que el condenado tiene con relación a este Bien supremo, al que las gracias recibidas tendían a aproximarle, mientras que esas mismas gracias despreciadas tienden a alejarle más y más.
Del mismo modo, pues, que los elegidos gozan tanto más en el Cielo de la visión beatífica cuanto mayores fueron sus méritos, así los condenados sufren en el infierno tanto más de su privación cuanto mayores fueron los crímenes con que están manchados.
La pena de daño consiste secundariamente en la privación de todos los bienes que se siguen de la visión beatífica. (De fe divina, implícitamente definida.)
Lo que constituye primaria y esencialmente la pena de daño es la privación eterna de la visión beatífica, o sea, del goce fruitivo de Dios como objeto de nuestra última y suprema felicidad. Pero como consecuencia natural e inevitable priva también, secundariamente, de todos los demás bienes accidentales que la visión beatífica lleva consigo.
Los principales:
1. Exclusión eterna del Cielo, o sea de la verdadera patria de las almas, cuya belleza, claridad, esplendor, magnificencia, amenidad, suavidad y felicidad que produce en el alma, ninguna inteligencia humana es capaz de expresar. Los condenados son unos exilados eternos de su verdadera patria.
2. Exclusión de la compañía y suavísima familiaridad de Nuestro Señor Jesucristo, de la Virgen María, de los Ángeles, Santos y Bienaventurados del cielo, con todos los goces e íntimas alegrías que de esa compañía se desprenden.
3. Privación de la luz con la cual los Bienaventurados del Cielo contemplan la hermosura de todas las cosas naturales, el mundo de los seres posibles y el esplendor y magnificencia de la gloria de los bienaventurados.
4. Pérdida para siempre de todos los bienes sobrenaturales que hayan recibido de Dios: la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, etc. No habrá más excepción que la del carácter sacramental (el que imprimen los sacramentos del bautismo, confirmación y orden), que continuará eternamente en los condenados para su mayor vergüenza y confusión en medio de aquella sociedad de enemigos irreconciliables de Dios.
Privación de la gloria del cuerpo, que consiste en aquella maravillosa claridad, agilidad, impasibilidad y sutileza que brillarán eternamente en los cuerpos de los bienaventurados, y que los propios condenados tendrán ocasión de contemplar, en el paroxismo de la rabia y desesperación, el día del juicio final.
PENA DE SENTIDO
La segunda especie de penas que sufren los condenados del infierno se conoce en teología con el nombre de pena de sentido, porque el principal sufrimiento que de ella se deriva proviene de cosas materiales o sensibles.
Afecta, ya desde ahora, a las almas de los condenados, y, a partir de la resurrección universal, afectará también a sus cuerpos. No se trata, pues, de una pena puramente corporal, sino que afecta también y muy principalmente a las mismas almas.
A la pena de daño del infierno se añade la llamada pena de sentido, que atormenta desde ahora las almas de los condenados y atormentará sus mismos cuerpos después de la resurrección universal. (De fe divina expresamente definida.)
Nótese que no hablamos ahora de la naturaleza de la pena de sentido (o sea, si esa pena consiste o no en el fuego, si este fuego es real o metafórico, etc.), sino únicamente de la existencia de una pena llamada de sentido, distinta de la pena de daño, y que atormenta ya desde ahora el alma de los condenados y atormentará también sus cuerpos después de la resurrección universal. Y decimos que, entendida de este modo, es de fe divina expresamente definida por la Iglesia.
La pena de sentido consiste principalmente en el tormento del fuego. (De fe divina expresamente definida.)
Nótese que no hablamos todavía de la naturaleza real o metafórica del fuego del infierno, sino únicamente de la existencia de un tormento que el Evangelio y la Iglesia designan con la palabra fuego. En este sentido la conclusión es de fe.
El fuego del infierno no es metafórico, sino verdadero y real. (Completamente cierta en teología.)
No se prejuzga todavía la cuestión de la naturaleza del fuego del infierno (o sea, si es o no de la misma especie que el de la tierra, etc.). Afirmamos únicamente que la palabra fuego no se emplea en un sentido puramente metafórico (como se emplea, v.gr., la expresión «gusano roedor» para significar el remordimiento de la conciencia), sino en un sentido verdadero y real.
Se trata de un fuego cuya verdadera naturaleza se desconoce en absoluto, pero que ciertamente no es metafórico, no es una mera aprehensión intelectual del condenado, sino algo exterior, objetivo y real que existe de hecho fuera de él.
Existe una decisión oficial de la Iglesia en torno a la realidad del fuego del infierno. Se trata de la respuesta de la Sagrada Penitenciaría, con fecha 30 de abril de 1890, contestando a una pregunta de un sacerdote de la diócesis de Mantua.
El caso propuesto era el siguiente:
El caso propuesto era el siguiente:
«Un penitente declara a su confesor que, según él, las palabras fuego del infierno no son más que una metáfora para expresar las penas intensas de los condenados. ¿Puede dejarse a los penitentes persistir en esta opinión y absolverles?»
La Sagrada Penitenciaría contestó:
La Sagrada Penitenciaría contestó:
«Es menester instruir diligentemente a esos penitentes y negar la absolución a los que se obstinen»
Nada se puede afirmar con certeza acerca de la verdadera naturaleza del fuego real del infierno. (Sentencia más probable en teología.)
¿Qué es y para qué sirve la Penitenciaría Apostólica?
Fray Isidoro Gatti: Es un tribunal apostólico que tiene competencia en el fuero interno, o sea, sobre todo lo que diga respecto a la conciencia de los fieles, ya sea para la absolución de ciertos pecados reservados a la Santa Sede como para dispensas que también se reservan a ella. La Penitenciaría Apostólica se ocupa además de la concesión de indulgencias. Por ejemplo, hace poco fue concedida una indulgencia especial para el Año de la Eucaristía. El responsable de la Penitenciaría Apostólica es un cardenal, llamado Penitenciario Mayor y nombrado por el Papa. Nosotros, los confesores, somos “penitenciarios menores”.
El fuego del infierno es un fuego real y corpóreo, en cuanto que es un agente material que no existe tan sólo en la mente de los condenados, sino en la objetiva realidad, y atormenta a los réprobos como instrumento de la divina justicia.
Pero, sobre su naturaleza y sobre el modo de atormentarlos, nada se nos dice en la Sagrada Escritura o en el magisterio de la Iglesia, y nada, por consiguiente, es de fe.
San Agustín confiesa que sobre esta cuestión son diversas las opiniones de los santos y nadie puede saber cuál sea su verdadera naturaleza o de qué modo obra en los condenados. (De civitate Dei, 21, 10).
Los teólogos están también divididos en dos opiniones principales. Los antiguos, con Santo Tomás a la cabeza, y parte de los modernos creen que el fuego del infierno es de la misma especie que el de la tierra, aunque con ciertas propiedades diferentes, principalmente en cuanto que no necesita combustible para alimentarlo, atormenta a las almas además de los cuerpos y atormentará eternamente a los réprobos sin destruirlos (Suplemento, 97, 6.).
De cualquier naturaleza que sea, el fuego del infierno atormenta no solamente los cuerpos, sino también las almas de los condenados. (De fe divina expresamente definida.)
El hecho de que el fuego del infierno atormenta a las mismas almas es una verdad de fe. Consta claramente en la Sagrada Escritura que los demonios padecen la pena del fuego (Mt. 25, 41) y lo mismo las almas separadas (Lc. 16, 24).
La Iglesia ha definido expresamente que «según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen del mundo con pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son atormentados con penas infernales» (Denz. 531).
Serán atormentados mayormente en los sentidos con los que más pecaron. Lo más triste es que no pueden hacer nada para cambiar tan terrible castigo por toda la eternidad.
eres...TU
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