SOR MARIA DE JESUS DE AGREDA
LA DORMICION DE MARIA
Testamento spiritual
Acto seguido, la Virgen María ordenó su testamento, disponiendo como heredera universal de todos sus merecimientos y trabajos a la Santa Iglesia:
Y deseo que en primer lugar, sean para exaltación de vuestro santo nombre y para que siempre se haga vuestra voluntad santa en la tierra como en el cielo y todas las naciones vengan a vuestro conocimiento, amor, culto y veneración de verdadero Dios.
En segundo lugar, los ofrezco por mis señores los apóstoles y sacerdotes, presentes y futuros, para que vuestra inefable clemencia los haga idóneos ministros de su oficio y estado, con toda sabiduría, virtud y santidad, con que edifiquen a las almas redimidas con vuestra sangre.
En tercer lugar, las aplico para bien espiritual de mis devotos que me sirvieren, invocaren y llamaren, para que reciban vuestra gracia y protección y después la eterna vida.
Y en cuarto lugar, deseo que os obliguéis de mis trabajos y servicios por todos los pecadores hijos de Adán, para que salgan del infeliz estado de su culpa.
Tres días antes del tránsito felicísimo de María Santísima, a pedido de nuestra Reina se habían congregado los apóstoles y discípulos en la casa del cenáculo en Jerusalén. El primero en llegar fue San Pedro, traído milagrosamente por un ángel desde Roma, seguido por San Pablo. Los apóstoles la saludaron con no menos dolor que reverencia, porque sabían que venían a asistir a su dichoso tránsito.
Algunos de los apóstoles que fueron traídos por ministerio de los ángeles y del fin de su venida los habían ya informado, se fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas.
Otros lo ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo hicieron.
Y fue San Pedro, como cabeza de la Iglesia, quien les comunicó el motivo de su venida, y los condujo al oratorio de la gran Reina donde la vieron todos hermosísima y llena de resplandor celestial.
Aunque no estaba obligada, prefiere morir
Y puestos en su presencia, la Virgen Santísima comenzó a despedirse de ellos, hablando a todos los apóstoles singularmente y algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos.
Sus palabras como flechas de divino fuego penetraron los corazones de los presentes y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra. Después de un intervalo, les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron. En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado y se llenó de gloria la casa del cenáculo. María Santísima adoró al Señor, quien le ofreció llevarla a la gloria sin pasar por la muerte.
Se postró la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le dijo: Hijo y Señor mío, yo os suplico que vuestra Madre y sierva entre en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir.
“En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu”
Aprobó Cristo el sacrificio y voluntad de María Santísima y los ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía. Y aunque de la presencia del Salvador sólo algunos apóstoles con San Juan tuvieron especial ilustración y los demás sintieron en su interior divinos y poderosos efectos, pero la música de los ángeles la percibieron con los sentidos muchos de los que allí estaban.
Entonces se reclinó María Santísima sobre su lecho, con las manos juntas y los ojos fijos en su Divino Hijo. Y cuando los ángeles cantaban: “Levántate, apresúrate , amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno...” (Cant. 2, 10), en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo Santísimo en la Cruz: “En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu” (Lc. 23, 46). Cerró los virginales ojos y expiró. La enfermedad que le quitó la vida fue el amor. Y el modo fue que el poder divino suspendió el auxilio milagroso que le conservaba las fuerzas naturales para que no se consumiese con el ardor y fuego sensible que le causaba el amor divino.
Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a la diestra de su Hijo Santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los ángeles se alejaba, porque toda aquella procesión se encaminó al cielo empíreo. El sagrado cuerpo de María Santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes quedaron llenos de suavidad interior y exterior.
Los apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio. Sucedió este glorioso tránsito un viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo Santísimo, a los trece días del mes de agosto y a los setenta años de edad, menos algunos días.
Acontecieron grandes maravillas y prodigios en esta preciosa muerte de la Reina. Porque se eclipsó el sol y en señal de luto escondió su luz por algunas horas. Se conmovió toda Jerusalén, y admirados concurrían muchos confesando a voces el poder de Dios y la grandeza de sus obras. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanados.
Salieron del purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que al expirar Nuestra Señora, también otras tres personas lo hacían en la ciudad; y murieron en pecado sin penitencia, por lo cual se condenarían, pero llegando su causa al tribunal de Cristo pidió misericordia para ellas la dulcísima María y fueron restituidos a la vida, y después se enmendaron de modo que murieron en gracia y se salvaron.
Del entierro de la Santísima Virgen
Los apóstoles encargaron a las dos doncellas que en vida habían asistido a la Reina para que, según la costumbre, ungiesen el cuerpo de la Madre de Dios y la envolviesen en la sábana, para ponerle en el féretro. Entraron en el oratorio donde yacía la venerable difunta, pero el resplandor que la envolvía las deslumbró de suerte que ni pudieron tocarle ni verle ni saber en qué lugar determinado estaba. Luego San Pedro y San Juan confirieron el portento, oyendo asimismo una voz que les dijo: Ni se descubra ni se toque el sagrado cuerpo.
Así, disminuyendo un tanto el resplandor, los dos apóstoles levantaron el sagrado y virginal tesoro y le pusieron en el féretro. Y pudieron hacerlo fácilmente, porque no sintieron peso, ni en el tacto percibieron más de que llegaban a la túnica casi imperceptiblemente. Entones se moderó más el resplandor y todos pudieron percibir y conocer con la vista la hermosura del virgíneo rostro y manos.
Del cenáculo partió el solemne cortejo al cual acudieron casi todos los moradores de Jerusalén. Junto a éste había otro invisible de los cortesanos del cielo. Descendieron varias legiones de ángeles con los antiguos padres y profetas, especialmente San Joaquín, Santa Ana, San José, Santa Isabel y el Bautista, con otros muchos santos que desde el cielo envió nuestro Salvador Jesús para que asistiesen a las exequias y entierro de su beatísima Madre.
El sagrado cuerpo y tabernáculo de Dios fue llevado por los apóstoles en hombros hacia el valle de Josafat, en donde se había providenciado un sepulcro. En el camino se sucedieron grandes milagros: los enfermos quedaron sanos, muchos endemoniados quedaron libres y mayores fueron las conversiones de judíos y gentiles. Al llegar al sepulcro, San Pedro y San Juan colocaron en él al venerado cuerpo y cerraron la tumba con una laja.
De regreso al cenáculo, los apóstoles determinaron que algunos de ellos y de los discípulos asistieran al sepulcro santo de su Reina mientras en él perseverara la música celestial, porque todos esperaban el fin de esta maravilla.
El Trásito de la Virgen a través del arte
MISTICA CIUDAD DE DIOS
Milagro de su Omnipotencia y abismo de la gracia.
eress...TU
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